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El día que se puso a llorar

Dafne Bodenhöfer

Actualizado: 7 ene 2024

Matanza de la José María Caro (60 años)


A La Carta de Violeta Parra

Un poblador cuenta que ese día, 19 de noviembre de 1962,

amaneció soleado, pero terminó lloviendo.

El día se puso a llorar.


Gobernaba la derecha en esos años con el presidente Jorge Alessandri a la cabeza. Jorge era hijo de Arturo Alessandri, llamado el León de Tarapacá. De ahí proviene la condena de Violeta Parra: "que el león es un sanguinario en toda generación".


La CUT había convocado a paro a los trabajadores, debido a las demandas acostumbradas... Las de siempre, las que jamás han sido escuchadas ni menos respondidas.


En los años 60 la pobreza tenía una forma diferente. Aún no existía la posibilidad de encubrirla a punta de deudas e importaciones chinas. Era distinta y abrumadora: hambre, pata pelá, ropa agujereada o remendada (de ahí la palabra roto), falta de viviendas, frío, alta mortalidad infantil. Los sueldos paupérrimos de la clase obrera apenas alcanzaban, y por eso se fueron instalando en las cercanías de las fábricas, en tomas de terreno que después conformaron poblaciones, como la José María Caro.


Hablamos de casas muy frágiles y precarias, armadas con muros de cartón y cholguán. Ante tanta injusticia, desigualdad y carencia de todo, también de derechos laborales, una vez más los pobladores se unieron en un movimiento persistente y resuelto. En otras partes la movilización social había obtenido logros y la guerra fría estaba en pleno apogeo.


Más de 1.000 trabajadores instalaron barricadas y durmientes para detener el tren. Había niños, mujeres, familias, abuelos.

Armados con la convicción de la razón, con la fuerza de la desesperación y el corazón digno, decidieron intentar detener el tren que saldría hacia el Sur esa mañana, ya que los ferroviarios eran los únicos que no se habían sumado al paro.


Más de 1.000 trabajadores instalaron barricadas y durmientes para detener el tren. Había niños, mujeres, familias, abuelos. Ahora sabemos que esto no inhibiría la acción de la jauría; probablemente desconocían el dramático antecedente de aquella matanza en la Escuela Santa Maria, en Iquique, la de los mineros. "Tres mil seiscientos (3.600) mataron uno tras otro" cuenta la cantata escrita por Luis Advis.


—¡Pero, cómo! ¿Cómo va a haber personas tan desquiciadas como para dispararle a quemarropa a un niño, a una madre, a un ser humano, a un poblador!?" —pensaron. Porque los pobladores son sanos, son gente buena, piden cosas justas, exigen dignidad, sensatez, pura humanidad.


Pero las jaurías existen. Y llegaron, enviadas por el Estado y su gobierno. Orden público, miedo al fantasma comunista, “qué se creen estos rotitos''. Con la arrogancia y la prepotencia de las armas de guerra deberían dispersar a los delincuentes que osaban desafiar el orden constituido. La orden del gobierno era clara, clasista, aplastante: "¡¡¡disparar a matar!!!".


Carabineros y militares —éstos pertenecían a la Fuerza Aérea— suelen dispararle a su propia gente desarmada, y esta vez no sería diferente. Pueblo contra pueblo, otra vez. Yo me pregunto si las armas alguna vez podrían tener un "buen uso".


Dicen que llegaron "los pacos" primero, y dispersaron con gases. (¿Cuántas veces he leído esta frase en diversidad de contextos, siempre en una misma historia?). Cuando vieron que eran más de 1.000 personas, que ya no les quedaban más lacrimógenas que tirar y que les llovían piedras, llegaron los milicos.


Pero en un principio ellos quisieron ser pacíficos, dicen. Lo que pasó después, es que uno de los pacos se asustó y disparó una salva para dispersar por segunda vez. Y bueno, sólo tenían dos cartuchos "vacíos", que son para amedrentar, pero la gente —lejos de asustarse— se enardeció más.

¡...se vio atacado o en peligro, o quizás se picó porque no le hicieron caso, y disparó. Lo peor es que no sólo tenía permiso ¡le habían dado la orden!

No logré saber si hubo un mínimo intento de diálogo siquiera. Yo creo que no les dieron ni la oportunidad de hablar… La orden era dispersarlos y que se dejen de joder… ¡Y qué más da!


¿Cómo hacer para que el relato no sea el mismo que otros tantos? Total, ya sabemos en qué acaban estás cosas. El paco se quedó con su revólver lleno de balas de verdad, ya no eran de fogueo, se vio atacado o en peligro, o quizás se picó porque no le hicieron caso, y disparó. Lo peor es que no sólo tenía permiso ¡le habían dado la orden! Esa primera bala le destrozó el brazo a un niño. Y cuando dispara uno, dispara otro... y después llega un milico y también dispara y comienza un griterío y un desorden de pánico ya incontenible… Y la gente se defendió como pudo, pero la batalla no es lo mismo con balas que con piedras… Y, así, otro proyectil atravesó un muro de cholguán y fue a dar a una muchacha, Elsa, de 16 años, que ni siquiera estaba participando de la protesta.


Nemesio Barraza, 25 años, comerciante ambulante; Jorge Miranda, 28 años, comerciante de la Vega Central; Hipólita Brevis, 16 años, soltera, operaria; Ricardo Cubillos, 15 años, soltero, obrero; Elsa Ramírez, 16 años, soltera, operaria; Juan Barrera, 32 años, soldador. (Fuente: artículo de El Ciudadano)


6 muertos, más de 40 heridos… 6 familias rotas por el dolor y la pérdida; varios presos, entre los que estaba Roberto, el hermano de Violeta Parra, razón para escribir La Carta.


¿Justicia? ¡Para qué preguntar! ¡¡Otra vez repetimos la misma historia!! La justicia es para otros. En la causa, si bien se identifican con nombres y apellidos, y con rangos, a cada uno de los oficiales involucrados, todos salen libres de polvo y paja!!


60 años han pasado y pocos se acuerdan de esto. Yo misma no creo haber conocido esta trágica historia. Habiendo escuchado a Violeta tantas veces cantar su canción de denuncia, tuvo que aparecer un amigo viejo, que suele revolver mi memoria, para que yo tomara conciencia de esto.


Siempre me pregunto: ¿cómo resignificar para encontrarle sentido al sinsentido de estos pasajes oscuros, cuando además las heridas siguen abiertas? La misma desigualdad, los mismos tratos abusivos, el mismo olvido.


Recordar y reflexionar es una de las tareas esenciales, pero perdonar es la otra. Perdonar no significa pasar por alto la injusticia. ¡Hay que clamar justicia siempre! Perdonar, para mí, significa comprender y tener paz. Pero, ¿cómo llegar a eso si no hay justicia?


Nuestra historia se seguirá repitiendo como un eco, mientras no haya reconocimiento del dolor; mientras no haya un nuevo sistema que nos acoja a todos, que nos acerque en igualdad.


Espero que estos pensamientos que acá comparto, y todo el ejercicio de traer a la memoria nuestras heridas sangrantes, no sean para volver a enojarnos una y otra vez, sino que sirvan para iluminar nuestro camino, para que sepamos qué pedir y cómo pedirlo, para que cada muerto y cada herido nos ayuden a trascender el lamento y se conviertan en un motor hacia una transformación.


Para que, alguna vez, los días no tengan razones para llorar.


​Investigación de César Aedo, para el 46º aniversario de la matanza [muy recomendable].


Descargar y Leer PDF con links e imágenes completas

Agradecimientos a la colaboración literaria de Ernesto Artigas.







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